martes, 25 de noviembre de 2008

Un cigarro en Domingo. I

CAPITULO I. Nada.


Si hay algo que detesto de verdad, son los domingos por la noche. Son noches de nada. Es como esa interminable espera antes de pasar a la consulta del medico, cuando sabes que el siguiente eres tú. No sabes que hacer. Simplemente estas. Esperas.

Algo parecido son los domingos, en especial sus noches. Hay gente que para superar ese fatídico día de la semana se empeña en hacer suyas ciertas costumbres; aficiones, que algunos llaman. No les critico, pero tampoco les comprendo. Me gusta imaginar que es lo que pasa por la cabeza de aquel “amo del mundo” cuando se levanta un domingo a las siete de la mañana para subirse en su excesivamente caro coche, y coger rumbo al campo de golf.

Es cierto que hay costumbres para todas las clases. Levantarse a cuidar las plantas, o hacer todas esas cosas que durante la semana desechamos al cesto de “los domingos”, también son costumbres, aunque esta última no siempre lleva la etiqueta de afición.

Otros, como yo, sencillamente hacemos lo mismo que en la sala de espera del médico. Estar. Esperar. Y en lugar de ojear revistas viejas, yo; voy al bar.

No es un bar conocido por su historia, ni una leyenda en el barrio; es un bar normal, con su camarero, su grifo de cerveza, y todas esas cosas que convierten una simple barra de bar en un lugar maravilloso.

Las botellas de distintos tamaños y colores, con sus diversas etiquetas, conforman un colage de reflejos y brillos del que es difícil apartar la vista.

Todos corremos hacia la barra del bar con el pretexto de rellenar nuestros vasos vacíos, pero en realidad vaciamos nuestros vasos con el pretexto de ir hacia la barra.

En este bar lo único que reluce son sus botellas y el opaco reflejo que se forma en el disco de vinilo mientras da vueltas. El resto esta sucio, descuidado, las paredes agrietadas. Esas heridas de guerra decían mucho sobre la historia del bar. Noche tras noche aguantando gente sorbiendo notas musicales por las orejas, dejándose llevar por la inercia del ruido. Cuerpos que se mueven solos. No hay nadie que los controle, simplemente inercia, alcohol y drogas de todo tipo. Amores, desamores, peleas y algún vómito. Si las paredes de aquel sitio hablasen, no callarían nunca.

Mis domingos ahí eran casi siempre iguales, con un poco de mala suerte había fútbol. Tendría que aguantar durante más de una hora a una treintena de seres, que minutos atrás fueron personas, gritando y esputando insultos casi sin respirar. Verdaderos siervos del televisor.

De pronto, todos son amigos. Se ríen las gracias, comentan, festejan, se aplauden los insultos, y luego; tres pitidos.

Todo vuelve a la normalidad. Quien no crea en la hipnosis, es por que nunca se ha sentado frente al televisor, ni frente a la barra de un bar.

Justo ahí estoy cada domingo por la noche, sentado frente a ese escaparate de destellos y posibilidades.

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